Nota: Este breve texto fue un escrito de Diciembre del 2001. Una experiencia de búsqueda y contacto con esa parte más profunda de mi mismo a través de la composición con piano. Hoy, 10 años más tarde, puedo responder a esas preguntas con algo más de claridad así como sentir la razón de ser de esta vida, de mi vida.
El propósito vital se encuentra a través de la soledad y el contacto con uno mismo. Es frecuente que para sentir ese propósito tengamos que pasar por las Tinieblas y la Dama que vela con ellas. Es desde la oscuridad que emerge la luz.
La pieza que compuse ese día tiene por nombre el título de este post y forma parte de mi primer CD de música clásica. Decir también que ésta es la primera parte de una trilogía que publicaré.
Me esperaba un fin de semana largo con puente incluido; sólo en casa, haciendo frente de nuevo a mis debilidades y contradicciones internas. “Vacaciones” de cuatro días, con un examen de derecho a pocos días vista y con trabajos de psicología pendientes por hacer. Un día de diciembre medio desangelado, frío y nebuloso. Aún así empezaba el día con ciertos propósitos, pensando en lo que iba a hacer esos cuatro días, cómo iba a organizarme y en cómo aprovechar el tiempo que se me presentaba como eterno.
Animado las primeras horas del día, empezaba a ser consciente de mi situación, sentado frente a los apuntes y los libros en la mesa del comedor, observando el lúgubre paisaje que brinda el ventanal de la terraza. Los pensamientos me asaltaban y se precipitaban sobre mi mente. Las mismas preguntas de siempre, pero sin resquicio de respuesta. El estudio se empezaba a hacer imposible; perdía la concentración, mi mente deambulaba por otros derroteros. Comenzaba a sentir de nuevo su presencia, empezaba a oír su voz, ese sonido tan especial y aterrador; a veces tan agradable y confortable; a veces tan fuerte y penetrante que necesitamos apagarlo con sonido para no oírlo; necesitamos llenar el espacio y el tiempo con algo (distracciones) para no notar su presencia. Ella, tiene una voz tan grave y aguda a la vez, que asusta, es por ello que muchos huimos con actividades: es la Dama de las Tinieblas.
El silencio!, la voz de la soledad.
La cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos después de que cada uno de nosotros muera. Todo lo que no sea encarar esto, es meter ruido para no oírnos. Y he aquí por qué tememos tanto a la soledad y buscamos los unos la compañía de los otros. Se busca la sociedad no más que para huirse cada cual de sí mismo, y así, huyendo cada uno de sí, no se juntan y conversan sino sombras vanas, miserables espectros de hombres, decía Unamuno.
Pues andaba yo buscándola de nuevo para hacerle frente una vez más, y allí estaba ella envolviendo todo cuanto existe. Invocándola para encontrar gracias a ella lo que ando buscando desde hace tiempo; ese algo que ni se vende ni se compra, ni se ve ni se oye, lo cual no es posible percibir por medio de los sentidos; algo que tu no me puedes dar ni yo te puedo coger. Carece de todos esos atributos dado que reside en mi interior. Me busco a mi mismo, busco la razón por la cual soy, para lo cual existo, busco el Reino de Dios. La soledad es la Dama que tiene la llave para abrir la puerta del camino que conduce a lo más hondo de nosotros mismos, a nuestra voz interior, nuestras tinieblas. No es necesario llevar nada, tan sólo coraje y paciencia eterna.
Viendo como mi estado anímico descendía paulatinamente a medida que pasaban las horas y la tarde caía sobre la ciudad, la lucha con mis pensamientos y contradicciones se hacía agotador, entraba yo en un estado de indiferencia, en un sin sentido total que invadía mi interior e impregnaba todo aquello cuanto hacía, veía o pensaba. Un estado de incomprensión total de la propia existencia que hacía inútil cualquier intento por ponerme a estudiar, por seguir adelante. Un estado de apatía, de desapego, de pasividad, de melancolía. ¿Consecuente de qué? Del desánimo de no encontrarme, de no encontrar lo que busco; de no comprender. De ser ignorante.
Sentado frente al piano, en el antiguo taburete de madera, el cual tiene un cojín forrado de ante de color marrón oscuro, un taburete resquebrajado por el tiempo y el calor, gastado por casi su centenario uso, pensando y dejando caer los dedos sobre las teclas del piano y cerrando los ojos para sentir. Tocando notas sueltas, intentado esbozar un nuevo ritmo, una nueva melodía, nueva música. Algo que exprese ese estado interno de impotencia. Una melodía a través de la cual poder transmitir mi ignorancia. En ese estado en el que uno siente que tiene un nudo en el alma y que no consigue desenredar, no le permite respirar con libertad, siente presión en el pecho, en la garganta, en los brazos. Impotencia por no comprender. Tantas actividades, proyectos, estudios, libros, inquietudes. ¿Para qué todo si no comprendemos la razón última por la cual realizamos todas ellas y por la cuál estamos aquí?
Desgarrado internamente por las contradicciones, ideas y sentimientos desoladores, éstos empezaban a acompañar las primeras notas de un nuevo ritmo, un nuevo fondo. Un ritmo guerrero, andante y dinámico; constante y seguro como el avanzar de las tropas; grave como los truenos. Como un vaso que se va llenando de agua, poco a poco toma volumen, hasta que ésta lo colma y entonces, aparece la primera nota aguda de fondo, un Si, es el inicio de la melodía, la primera luz. Pero una luz bajo la noche ya caída. Un nuevo estado emocional empieza a emerger de mi interior dejando atrás el desánimo por incomprensión. Todo aparece más claro; los primeros sentimientos de alivio aparecen, la primera sensación de satisfacción tras tan desolador viaje, la imaginación empieza a volar y más notas aparecen. Presenciando la creación de una nueva melodía se siente uno dichoso, colmado por la gratitud y el bienestar; todo cobra sentido de nuevo: crear, el sentido de la existencia. A medida que siento la nueva música, un escalofrío tras otro recorre mi interior desde los pies a la cabeza. Intermitentemente siento como la piel se pone de “gallina” tras repetir la nueva pieza. Empiezo a perder el sentido del espacio y del tiempo; mi atención, totalmente centrada en lo que está ocurriendo, olvida el mundo exterior, los libros, las inquietudes, los problemas, las contradicciones, los exámenes, la ignorancia. Un estado de leve euforia, de fuerza, de energía, de motivación, de serenidad y comprensión se apodera de mí por tan solo unos instantes… algunos llamarían a ese momento divino, de unión.
A continuación, tras algunos instantes, la pura realidad, ese sentimiento es efímero, fugaz, pasajero como la propia existencia. Tras unos momentos de acariciar la plenitud, de conexión con el propio Universo, en el que la consciencia ha alcanzado un estado más elevado, todo eso desaparece y uno vuelve a las andadas. Que difícil es agarrar esos momentos y mantenerlos; ese es el estado en el que querría vivir. La Dama desaparece de nuevo y yo, con algo más de camino recorrido, vuelvo a mis tareas con dificultad.
El camino hacia el Reino de Dios es el camino más arduo y sufrido de los caminos, también el más corto, tan sólo un metro, como dicen algunos, sin embargo, cuánto cuesta recorrer un milímetro. Nuestra mente y nuestro ego son nuestros más grandes adversarios para alcanzar ese Reino, cuando el ego domina, la Divinidad no se presenta, cuando el ego desaparece, la Divinidad hace acto de presencia y colma nuestro ser.